Un día un tipo medio loco y hartamente castrante se acercó a pedirme un favor. Su carta de presentación fue un "güey". No soy una persona ufana que exija ese tipo de respeto parco al que las personas normalmente están acostumbradas, es decir, uno que no se gana y que todos erróneamente exigen de forma sobreentendida. Obviamente mandé al diablo al tipo, y lo hice no por la ofensa, sino porque simplemente me cagaba verlo. Comprendí entonces que las ofensas son el mejor parámetro para determinar a una amistad. Ofender a un desconocido es abrir la puerta a la confrontación o, en su grado máximo, una putiza segura. Ofender a un amigo es dictaminar el grado de respeto existente. Entre los amigos, las ofensas siempre existen y no obstante cuando la camaradería es tan grande, los límites se tornan visibles y fungen como veda. Determinan hasta dónde se puede llegar, qué ofende y que no. La ofensa es un aliciente que disminuye la tensión forzada en una amistad y la vuelve mucho más honesta. Porque los límites de respeto, en la inmensidad de la ofensa, se tornan más evidentes. Y los que no se ofenden, a la primera que alguien viola esa línea ponen el grito en el cielo y rompen filas. Son amistades más vulnerables, como las de las mujeres, donde todo lo que acabdo de decir difícilmente se aplica