EL TEATRO DEL ABSURDO

En los años sesenta el crítico Martin Esslin bautizó la desarticulación del lenguaje de Eugenio Ionesco y el minimalismo de Beckett como ABSURDO. El teatro del absurdo no es más que la fiel representación de la condición humana sin tapujos. La tristeza alegre en la repetición, en los formalismos, en el minimalismo, en la despersonalización, en la deshumanización de un hombre que se maquiniza con los años, con los siglos. El hombre preso de dos manecillas que marcan la hora, salta de guerra en guerra con la esperanza de solucionar un circulo vicioso que se repite y se repite. Cuando leo alguna obra del absurdo no encuentro nada, más bien me encuentro con la nada y es allí cuando entiendo que no existe la nada, porque la nada es algo; nada. Historias que no pretenden resolverse, problemas que se plantean a medias y se quedan flotando en aire. La última frase de cualquier obra del absurdo deja una cuestión en aire, un sinsabor en la boca y unas ganas de llorar provenientes de la risa, sí, aquí, en este mundo de verdades la risa es la portadora de tristezas, la risa es la que nos advierte que somos ridículos y que vivimos orgullosos de algo que es ridículo. El teatro del absurdo es algo más que una urgencia por respirar, es una verdad envuelta en la mentira de la representación o talvez es la representación más verdadera, el asunto es no atar cabos sino desatrlos, colgarnos de las narices de Dios.