El Atlante

En el lecho turbio,
en lo profundo,
provocando nubes de arenas y detritos,
el coloso milenario
arrastra su luctuoso continente.

Cada paso suyo son centurias
que sacuden
con un estruendo sordo
los oscuros basamentos.

Sabe de dónde viene.
Recuerda con su nostagia enverdecida
la orilla colapsada,
el monstruo espumoso de brutal zarpazo
quebrando las columnas,
tragándose a su estirpe.

Grabadas en la roca atroz de su memoria
están las bocas desmedidas,
la angustia de los ojos,
los edificios cayendo lentamente
y el silencio derramado
con la invasión del agua.

Más atrás
y más borrosos
están el cielo azul
y las planicies verdes,
pero prefiere arrinconarlos
en el hueco más oscuro del olvido.

Harto ha llorado ya
su cruel desprendimiento,
vasto
su llanto ha engordado las mareas,
la sal de sus pesares
saturó el estanque mortecino
floreciendo corales transparentes.
Pero ya el nácar amargo de los tiempos
ha ido cubriendo con sus capas
su antiguo sufrimiento.

Sabe de dónde viene...
mas no conoce su destino.

Con los restos de su patria a cuestas
como un saco de huesos,
camina los fondos oceánicos.

Su figura fantasmal,
orlada de guirnaldas imprecisas,
corta el silencio enmohecido
con el ulular grave y continuo
de su harapienta soledad,
con el tectónico latir
de sus pisadas.

Sin detener su marcha
detrás de lo ignorado
algunas noches desvía sus pupilas
hacia el nistagmo blanco
que la luna
proyecta en la inquieta superficie.

A veces,
como quien juega con esquivos pájaros,
acaricia el vientre transeúnte de los barcos
que ignoran su leyenda
dejando la risa indiferente
de sus estelas lánguidas.

Otras
revisa su piel barrosa y lúgubre
observando las minúsculas carcomas
que burilan extraños jeroglíficos,
tatuajes que pregonan
su paso por las simas.

Alhajado de ácaros,
moluscos
y algas desgreñadas
- tótem de la trashumancia sumergida -
desplaza el eco de su sombra
como una letanía.

Armado de silencio,
de recuerdos mustios,
de pertinaz deriva,
ceñida la sirga a su cintura,
remolca las redes con su heredad baldada
en busca del posible cataclismo
que lo recobre
del gris autismo de su caminata.

Y en la verde turbiedad,
en la brumosa iteración de la distancia,
se diluye su silueta
tras las opacas aguas
como un olvido huérfano,
como un grito no nacido,
como lluvia sepultada.